Tradicional Té Galés en el Valle a principios del siglo XX

Leyenda de la mutisia

Había hace mucho tiempo en los fértiles valles de la Cordillera de los Andes, dos tribus enemigas irreconciliables, que guerreaban a menudo y no terminaba nunca el rencor entre ellas.
Sucedió que el joven hijo del cacique de una de las tribus y la hija del cacique de la otra se enamoraron locamente, pero no podían tratarse a menudo y verse abiertamente por el odio que existía entre sus padres.
Una oscura noche, la Machi (hechicera) vigilaba junto al rehue (altar) durante el camaruco. De repente rompe el silencio el granizo del pun triuque (chimango de la noche). La Machi se estremece, pues sabe que es un grito de mal presagio. Mira a su alrededor y escucha un ruido sospechoso. Observa atentamente y ve a la querida hija del cacique, que escapa sigilosamente con el hijo del cacique enemigo: ese era el peligroso suceso anunciado por el pájaro agorero.
La Machi cree que esa acción merece ser castigada, pero antes de comunicar al padre de la fuga de su hija, consulta con el pillán o deidad de su devoción.
- ¿Debo o no, dar parte del rapto al padre de la niña?
- Sí – contestó pillán.
La Machi corre entonces al toldo del cacique y delata la fuga. Enseguida se escuchó por segunda vez el alarmante grito del pun triuque.
Muy enojado, el padre ordena la persecución y captura de los enamorados. Pronto son apresados, y ante la presencia de toda la tribu son juzgados y condenados a muerte. El no participar del odio que tienen al enemigo, es para ellos un gran delito.
Ante tal sentencia el entre gritos e insultos todos presenciaron el momento cruel de las muertes.
A la mañana siguiente, los ejecutores de éste bárbaro crimen quedaron asombrados al ver que en el lugar del suplicio de los jóvenes enamorados, habían nacido unas flores nunca vistas hasta entonces: hermosas flores de pétalos anaranjados.
- ¡Quiñilhue¡ - gritaron los primeros que las vieron.
Y con ese nombre: Quiñilhue, se conoce desde entonces a la flor que produce una enredadera, que se abraza y trepa por los árboles, como se abrazan la pareja de enamorados.
Avergonzados y arrepentidos, los mapuches empezaron a venerar esa flor, llamada MUTISIA por los blancos. Las almas de los jóvenes, amparadas por el Futa Chao en el país del cielo se amarán por siempre, mientras esa delicada flor de pétalos rojos nos recuerda su martirio, dado por hombres injustos.

¿Qué es la mutisia?

La Mutisia es una hermosa enredadera de hojas siempre verdes con forma de lanza, y grandes flores circulares. Crece entre los matorrales, y trepa agarrándose a troncos y ramas, asomando sus flores entre el follaje de otros árboles.
Hay varias especies en nuestra Cordillera: una es de colores intensos: amarilla anaranjada, roja o púrpura; otra es de color celeste claro o blanco violáceo y de llama “virreina”.

Flor de la Mutisia, autóctona de la patagonia

Day y Underwood: dos familias con historia



Los primeros años del siglo XX, verían la resolución del conflicto limítrofe con el laudo del Rey de Inglaterra, quien antes de resolver, envió al país a Sir Thomas Holdich a fin de que recorriera, junto a los peritos de los dos países, Moreno y Steffen, las zonas en litigio. Esta comitiva, luego de visitar la Colonia 16 de octubre, donde Holdich escuchó la opinión de los colonos galeses que lo recibieron en la Escuela Nº 18, el 30 de abril de 1902 – hecho recordado como el “Plebiscito” en el que aquellos expresaron unánimemente su deseo de que las tierras que habitaban permanecieran bajo soberanía Argentina, se dirigió al Sur hacia Corcovado, por caminos pantanosos por las persistentes lluvias. Al llegar al Valle se detuvieron en la estancia de Day, colono al que haremos mayores referencias más adelante, quien los acompañaría como baqueano en la marcha hacia el Winter. Holdich en su libro “The countries of the King’s award” resalta la belleza del Valle de Corcovado: “nada de lo que habíamos visto en las depresiones centrales de los Andes excedía a éste Valle en belleza….” Y describe con lujo de detalles la casa de los Day. Esta casa, estaría ubicada en la margen derecha del arroyo Carbón – en la margen izquierda estaba la población de Griffiths – y fue comprada en 1909 por el chileno Victoriano Retamal. En su avance, Holdich y sus acompañantes, atraviesan también las tierras en que estaba asentado Pío Quinto Vargas.

Flor de la Mutisia, autóctona de la patagonia

La familia de Martín Underwood

A principios del siglo pasado, la Colonia 16 de Octubre

Riego, trigales y jóvenes cortinas de pinos, álamos y árboles frutales, un futuro y un presente duros, pero prósperos y fructíferos….
Una de las tantas familias que habían escogido aquel rincón remoto del Sur Argentino, para establecerse y echar ahí sus raíces definitivamente, fue la familia de Martín Underwood, la cual llegara a la Colonia el 178 de Febrero de 1891, siendo la primer familia en asentarse en el lugar, y siendo Martín Underwood el primer comisario de la Colonia, así nombrado por el entonces gobernador del Territorio del Chubut Coronel Jorge Luís Fontana.
El gobierno les otorgó la legua 7, llevando a cabo una estrategia de soberanía que le donaba a cada familia que quisiera poblar la Colonia, una legua de campo. De esta manera, la familia de Martín Underwood, fundó La Florida, ubicada en lo que en esa época era la entrada al Cwm Hyfryd.

Ya para 1905, los colonos habían dejado el sello de la reja y la pala en la tierra, tras varios años de sudor, cosechas ganadas y perdidas, y sentirse propios del lugar que crecía cada  nuevo sol, que alumbraba los campos cercados y sin monte, los canales, los molinos, las casas y galpones, y las huellas que pelaban los carros y los caballos uniendo campos y chacras, vados y capillas….
El comercio era fluido, todo lo que le permitían los medios de ésa época, con Trelew y Neuquén, en cuanto a mercadería se refiere, pero también se llevaba ganado a vender a Chile, por el paso internacional de Bariloche.

Martín Underwood había ido a Chile arreando ganado para la venta junto con George Hammond, (un hombre oriundo de la Islas Malvinas, pero instalado también en la colonia), en un viaje que habría de durar unos dos meses estimativamente, aunque en esa época los tiempos eran otros, comparados con los que estamos acostumbrados a vivir nosotros, por lo cual no era de extrañar unas semanas de retraso en cualquier diligencia que implicase adentrarse en los vastos territorios inexplorados y salvajes que se interponían ante cualquier necesidad fuera de la Colonia.
En La Florida había quedado Sarah Griffith, la esposa de Martín Underwood, cargando su décimo embarazo, y cuidando a sus otros ocho hijos, y sin duda algún conocido quedaría con ella para cuidar el lugar, mas los peones que no habían ido en el arreo.

La espera del regreso de Martín a casa, calculada en dos meses, mas o menos, se hizo eterna, y llegó a parecer siglos para la pobre esposa que esperaba ansiosa al esposo y padre, que bien podía estar negociando aún ganado en Chile, o a la espera de un mejor precio de venta, o bien podía estar…bueno, era mejor imaginarse todas las posibilidades que habían de albergar para los viajeros, tantos lugares extraños y remotos, quebrados y peligrosos, si sólo se pensaba en la naturaleza, pero también había lugar para pensar de que ésta tardanza podía ser fruto de un asalto, vaya a saber con que final, pues sin duda Martín había de traer consigo dinero de la venta de ganado; y en aquella época, la Patagonia era un refugio muy resguardado para bandoleros y maleantes de toda clase.

Una vez vendido el ganado en Chile, Martín y George, emprendieron el viaje de regreso a casa……en cierta parte de recorrido, se dan cuenta de que son perseguidos por pistoleros, que venían desde el mismo Chile y que llevaban el propósito de robarles el dinero fruto del negocio en cuestión, al darse cuenta de esto, Martín y George se separan, viniéndose George con el dinero adelante, seguido por la misma ruta por Martín, unas dos horas después.

Al llegar a La Florida, Martín da a los peones la orden de que se acuesten en los galpones de pasto, y se queden despiertos en silencio, ubicados estratégicamente para prevenir un asalto, y para vigilar las entradas, en lugar de que durmieran todos en la casa de peones.
Por su parte, ellos hicieron guardia durante la noche, mientras escuchaban ruidos de pasos de caballos, que imaginaban, serían los pistoleros, y los perros ladraban de una extraña manera.
En vista de que los supuestos asaltantes estaban bien preparados, y sabían lo que hacían, Martín y George pensaron que los maleantes podrían acercarse a la casa arrastrándose, y no ser vistos, puesto que las puertas eran ciegas, y poder así forzar las cerraduras y entrar. Esto no sería fácil, puesto que la puerta principal era de firme consistencia, y tenía varios pasadores. De cualquier manera Martín puso una cucharita en el lado interior del picaporte de la puerta principal, con el fin de que si alguien tocaba la puerta desde afuera, para entrar, la cucharita caería, haciendo ruido y dando así aviso de que había un extraño tratando de entrar a la casa.
De pronto los perros aumentaron sus ladridos, y desde dentro de la casa no se podía ver qué era lo que sucedía; sin embargo los peones, ubicados en lugares estratégicos, veían a los pistoleros montados de a caballo, saltar los alambrados sin tocarlos, buscando el lugar indicado para el ataque, y haciéndose señas entre ellos, unos abajo y otros en la loma, con luces que bien podían ser linternas.
La luz matinal de un sol de fin de verano, trajo tranquilidad y alegría a La Florida, por lo visto los pistoleros luego9 de todo el circo de saltar alambrados a caballo, y de un juego de luces combinadas, habían desistido de llevar a cabo el ilícito, vaya a saber por qué……

…el sol alto alumbraba los rostros alegres de los colonos entregados al trabajo…

…en la casa, una cucharita descansaba en el cajón de los cubiertos, desde hacía rato, tibia aún por las caricias de la mano de una esposa, que ahora estaba tranquila, feliz y agradecida...

                          (Historia narrada por Alejandro Jones).

Flor de la Mutisia, autóctona de la patagonia

El pan de Sarah Anne Griffith

En una mañana de sol en los campos de la Patagonia argentina, la tierra virgen que se gozaba a sí misma en los gritos del tero y la bandurria, como pregones de la libertad y de la armonía de todos los seres que poblaban las colinas, los arroyos y un cielo abierto al infinito.
Martin Underwood, un inglés de temperamento firme, cercano a la rudeza, armaba una cerca de tablas junto a sus pioneros criollos y un desconocido no lo hubiese distinguido entre ellos, salvo por su melena rubia y las órdenes que daba de a ratos, quizás más para firmar su autoridad que por corregir errores.
En la casa cercana, una construcción casi enteramente de madera, que Marcaba el comienzo de un encuentro de lenguas, de costumbres y de sueños, colocada como un pequeño signo antiguo en medio de la tierra nueva, Sarah Griffith, una joven que había llegado con su familia de la lejana Gales, casada ahora con Martin y ya con niños que comenzaban una larga prole, amasaba el pan en una batea de lenga y cantaba un himno en su idioma, mientras otras mujeres nativas ordenaban su casa y aprestaban la mesa familiar. Los ojos de Sara se iluminaban con las notas de la canción ancestral y en sus sienes parecía palpitar la vida cotidiana de su Gales natal, porque de vez en cuando saca sus manos de la masa, para dar unas vueltas con su larga falda por la gran cocina, volviendo otra vez a su trabajo como si sólo Fuese un paso más de un baile traído desde lejos, para vivir la fiesta de este sueño de amor, que llegó con ansias de ocupar la inmensidad. Afuera, Martin ha comenzado desde hace un rato a interrumpir por momentos su trabajo, como si hubiese nacido en él alguna preocupación o duda y parece habérsela transmitido a sus obreros porque todos están ahora como alertas a esas interrupciones del patrón, cuyas miradas hacia la lejanía les ha traído una especie de temor, que ha ido en aumento hasta crear una atmósfera de soterrado pánico. Ya ninguno está atento a su trabajo, sino al misterio de ésta sensación de la espera de un peligro cercano. De pronto uno de ellos arroja su herramienta y se tira al suelo con su cabeza pegada a la tierra. Al verlo, y como si él hubiese ahora recibido una orden, el gringo corre a la casa dando instrucciones a los gritos y vuelve cargado de armas que reparte rápidamente entre sus hombres. Adentro de la casa, las mujeres ya han puesto los niños a resguardo y han tomado a su vez algunas armas, que parecen manejar tan bien como los varones. Estos han formado una especie de frente de batalla en semicírculo, con más coraje que adiestramiento para el combate. Detrás de la colina cercana, una columna de jinetes ha asomado como una aparición siniestra que se aproxima a carrera tendida y silenciosa como un ojo de huracán. Las binchas coloridas flotan en el viento como llamas y las lanzas en ristre son el signo de la muerte que congela la sangre.
Martin Underwood, más altivo que nunca, parece enseñorearse sobre la tierra que han pisado sus botas y en la que sólo sus manos se han hundido para que ella recibiera la primera caricia. Cuando el choque parece inevitable, el jinete que dirige la carga, levanta su lanza y un golpe de su brazo detiene la carrera de su zaino, que se clava en sus patas traseras dando un relincho furioso. Don Martin y sus hombres parecen redoblar el coraje y permanecen enhiestos como mástiles. La horda no quiere amilanarse y comienza a dar giros entre gritos y amenazas que intentan quebrar la insistencia. El inglés comienza entonces a levantar su Remington y cuando ya está a punto de poner en su mira el pecho del cacique, oye los pasos de su esposa, que pasa a su lado con su falda blanca y su cofia bordada, llevando en sus manos extendidas el humeante pan que acaba de sacar del horno. Sarah Griffith, la joven galesa avanza decidida, majestuosa hacia el cacique y casi al pie de su caballo, levanta el pan recién horneado y se lo ofrece sin un gesto de temor. En su cabeza erguida, lleva la dignidad que el tehuelche reconoce de inmediato, porque ha aprendido la sabiduría de los que pueden interpretar la fuerza y el espíritu de los seres poderosos. En los ojos de Sara pudo ver, por primera vez, la serena valentía de una mujer que sabía decir paz en la lengua universal de un rostro franco sin reservas.
En sus manos, tan blancas y frescas como el pan humeante que ofrecía, vio sin dudar el gesto sencillo del amor, donde reside el ser. El tehuelche tomó el pan de Sara Griffith y ordenó la entrega de un lustroso flete. Las armas bajaron sus bocas y sus filos hacia la misma tierra.
La mañana de sol escucho luego en las colinas y en los arroyos, un canto nuevo de la libertad y de la armonía en ese cielo abierto al infinito. Era para siempre el cielo de Sara Griffith.
Martin Barba (Historia verídica narrada como cuento)

Flor de la Mutisia, autóctona de la patagonia

Martín Underwood y Butch Cassidy

Los Huéspedes

Don Martín Underwood se asoma a la ventana y ve acercarse tres jinetes. Sale a recibirlos y entonces comprueba que son dos hombres y una dama. Montan hermosos caballos con buenas monturas y visten elegantes ropas de montar.
Saludan en inglés con marcado acento americano y se presentan como señor Ryan, señor Place y señora.
Don Martín los invita a desmontar y pasar a la casa, cosa que aceptan gustosos, ya que vienen desde Cholila y llevan varias horas de viaje. Una vez en el interior, saludan con cortesía a la familia y se sientan junto a los dueños de casa frente a la humeante chimenea.
Mientras, se ordena poner tres cubiertos más en la mesa la hora de la cena y que se preparen tres camas, pues esa noche habría huéspedes, cosa común en aquella época ya que la distancia entre una población y otra era de muchas leguas y no había hoteles en la zona.
Durante la plática junto al fuego, pudo comprobarse que eran personas cultas y agradables.
Cuando se les invita a pasar a la mesa, se quitan los abrigos y sendas y poderosas armas, que entregan al dueño de casa como prueba de absoluta confianza.
Al día siguiente se despiden muy agradecidos y parten nuevamente. Estas visitas se repetirían en el futuro y también a otras familias de la colonia.
Desaparecieron de la zona tan misteriosamente como habían llegado. Tiempo después se supo que eran especialistas en asaltos de bancos, muy buenos tiradores especialmente la dama, y que tenían la captura recomendada. Más tarde llegó la noticia de que habían sido capturados en el Perú, posiblemente en su viaje de regreso a Norteamérica de donde eran oriundos.
(Estos jinetes eran los famosos pistoleros, Butch Cassidy y sus acompañantes).
Gwenni E. de Williams
( Historia verídica)

Flor de la Mutisia, autóctona de la patagonia